Después de un largo período de silencio, de nuevo retomo la tarea con uno de mis temas favoritos en relación al turismo, y el que elegí cuando me tocó hacer un poco de investigación: los grandes festivales de música. Aprovecho, de paso, que nos encontramos en plena temporada para asistir a unos cuantos.
He ido a algunos festivales (menos de los que me gustaría), y siempre me sorprendió el hecho de que no sólo no hubiese demasiado interés en este tema desde el sector y la comunidad académica, sino que, además fuesen tratados con cierto desprecio por la supuesta limitada capacidad de gasto de sus asistentes y sus impactos negativos en el territorio.
Por esta razón, porque los festivales de música son el ejemplo más evidente de turismo musical y por el convencimiento de que la música puede ser y es, en muchos casos (que se lo digan a Nueva Orleans, por ejemplo), un gran atractivo turístico, decidí estudiar un poquito más sobre el tema y descubrí algunas cosas muy interesantes al respecto.
Para empezar, los festivales de música son turismo musical. Pero no van sólo de música, sino de socialización, del encuentro entre personas en un espacio determinado que comparten un cierto interés y que son acogidas por los residentes… (suena a turismo).
Algunos autores sólo le reconocían valor a los festivales de música clásica, por atraer a un perfil determinado (melómanos con alta capacidad de gasto y nivel cultural). Sin embargo, la sociedad cambia y con ella, sus gustos y sus intereses. Y, así, donde el asistente a Woodstock era un hippy apartado del resto de la idílica sociedad americana, el asistente a grandes festivales de hoy es un común mortal más.
De hecho, la media de edad entre los “festivaleros” ha aumentado en sólo 20 años considerablemente, porque el que iba a los primeros FIBs, ahora ronda los 40. Tiene trabajo, poder adquisitivo y sigue disfrutando de estos eventos. En muchos casos buscan festivales más adaptados para ir con niños, porque son papás, pero papás con afición musical, y otros, siguen asistiendo a los mismos y, en lugar de acampar, reservan un hotel. Por no hablar de los asistentes profesionales (músicos, técnicos, prensa…).
Descubrí, además, que donde decimos impactos negativos (que los hay, como en toda la actividad turística), hay festivales que tienen un compromiso con el territorio donde tienen lugar, sus habitantes y su impacto ambiental y que, “casualmente”, son los que mejor funcionan. Así que los impactos de los grandes festivales de música, dependen como en todo producto turístico (porque los son, desde su planificación hasta su comercialización) de la gestión que hay detrás.
También encontré que esa limitada capacidad de gasto de sus asistentes, fue capaz de generar en el caso del Sónar de Barelona en 2010, festival que tuvo lugar entre el 17 y 19 de junio de ese año, 55 millones de euros (esto no lo digo yo, sino Deloitte). Más modestamente encontramos el FIB con unos 15 millones de euros de media en sus ediciones de 2008, 2009 y 2010 o el Festival de Ortigueira, con 5,1 millones de euros en 2008. Y la verdad, no puedo pensar en muchos tipos de turismo que generen tanto en tan poco tiempo. Este impacto, por supuesto no es sólo directo. En estos cálculos también se tiene en cuenta el impacto indirecto, como es el caso del mediático de los festivales de música.
Y al hilo de esto, resulta que contamos con festivales de música que están considerados entre los diez mejores de Europa y del mundo.
Lo que me lleva a otra reflexión. En un momento en que no dejo de oír hablar sobre el posicionamiento estratégico de los destinos, de diferenciación y microsegmentación de los destinos, ¿qué papel podrían tener estos eventos para conformar una imagen de España más creativa? Por poner un ejemplo, nunca había ido a Benidorm porque no era un destino que me interesase especialmente. Desde aquella primera edición del Low Cost, todos los año lo tengo en cuenta al planear el verano, y os aseguro, y valga la redundancia, que para mi no es un fin de semana low cost.
No por ello, hemos de olvidar la gestión, un festival no es sólo música, pero ni mucho menos es sólo turismo ni una herramienta de marketing de destinos, porque hay que tener claro, que no todos ellos pueden albergar un festival. La localización, el atractivo y las infraestructuras del destino componen uno de los cuatro aspectos más valorados por el asistente, junto a las actividades complementarias, la concordancia del cartel y las instalaciones del recinto.
Los festivales deben ser la suma de todos estos aspectos y, lamentablemente, no todos cumplen estas condiciones porque nacen de una idea poco planificada y sin tener en cuenta el coste-beneficio que suponen para el territorio.
Pero, precisamente por esto, ¿sería descabellado configurar a los que sí lo hacen como un producto turístico definido, uniendo a la iniciativa privada y dando el apoyo de la pública para trabajar en paliar esos impactos negativos de los que hablábamos, trabajando por la calidad y aprovechando su imagen para lograr una oferta más diversificada?